Zygmunt Bauman: la cultura en la era del consumo
Zygmunt Bauman analiza cómo la economía
y el mercado transformaron los bienes culturales en objetos de compra y venta
PARA LA NACIÓN
VIERNES 30 DE
AGOSTO DE 2013
Sobre la base de estudios realizados en distintos países, un
equipo dirigido por el sociólogo John Goldthorpe llegó a la conclusión de que
ya no es posible diferenciar fácilmente a la elite cultural de otros niveles
más bajos en la correspondiente jerarquía mediante los signos que antes eran
eficaces: la asistencia regular a la ópera y a conciertos, el entusiasmo por
todo lo que en algún momento se considere "arte elevado" y el hábito
de contemplar con desprecio "lo común, desde las canciones pop hasta la
televisión comercial". Ello no equivale a decir que ya no existan personas
consideradas -en gran medida por ellas mismas- integrantes de una elite
cultural: verdaderos amantes del arte, gente que sabe mejor que sus pares no
tan cultivados de qué se trata la cultura, en qué consiste y qué se juzga como apropiado
o inapropiado para un hombre o una mujer de cultura refinada. Excepto que, a
diferencia de aquellas elites culturales de la modernidad, ya no son conocedores
en el sentido estricto de menospreciar el gusto del hombre común o el mal gusto
de los demás. Por el contrario, hoy resulta más apropiado calificarlos de
"omnívoros": en su repertorio de consumo cultural hay espacio para la
ópera y también para el heavy metal y el punk, para el "arte elevado"
y también para la televisión comercial. Un mordisquito de esto, un bocado de
aquello, hoy una cosa, mañana otra. Una mezcolanza. Stephen Fry, autoridad en
tendencias de la moda, admite públicamente:
Una persona puede ser fanática de lo digital y a la vez leer
libros; puede ir a la ópera, mirar un partido de críquet y reservar entradas
para un recital de Coldplay sin partirse en pedazos. ¿Te gusta la comida
tailandesa? ¿Pero qué tiene de malo la italiana? Epa, calma. Me gustan las dos.
Sí, se puede. Me puede gustar el rugby, el fútbol y las comedias musicales. El
gótico victoriano y las instalaciones artísticas en los museos de arte
contemporáneo. El Hip-hop y las obras para piano de Hindemith. Los himnos
ingleses y Richard Dawkins. Las ediciones originales de Norman Douglas, y
además los iPods, el billar inglés, los dardos y el ballet. O
bien, observamos un deslizamiento en la política de los grupos de elite, desde
aquella intelectualidad esnob que desdeña toda la cultura baja, vulgar o
popular de masas hacia la intelectualidad omnívora que consume un amplio
espectro de formas artísticas populares así como cultas. En otras palabras,
ninguna obra de la cultura me es ajena: no me identifico con ninguna en un
ciento por ciento, de manera total y absoluta, y menos aún al precio de negarme
otros placeres. En todas partes me siento como en casa, a pesar de que (o quizá
porque) no hay ningún lugar que pueda considerar mi casa. No se trata tanto de
la confrontación entre un gusto (refinado) y otro (vulgar), como de lo omnívoro
contra lo unívoro, la disposición a consumirlo todo contra la selectividad que
tiene muchos prejuicios a la hora de elegir. La elite cultural está vivita y
coleando: hoy está más activa y ávida que nunca. Pero está tan ocupada
siguiendo hits y otros eventos culturales célebres que no tiene tiempo para
formular cánones de fe o convertir a otros.
Sin embargo, como se lee en una obra del estudioso francés
Pierre Bourdieu, hubo un tiempo en que cada oferta artística estaba dirigida a
una clase social específica, y sólo a esa clase, en tanto que era aceptada
únicamente -o primordialmente- por esa clase. Según Bourdieu, las obras de arte
destinadas al consumo estético indicaban, señalaban y protegían las divisiones
entre clases, demarcando y fortificando las fronteras que separaban unas de
otras. A fin de trazar fronteras y protegerlas con eficacia, todos los objetos
artísticos (música, películas, revistas, etc.), o al menos una significativa
mayoría, debían estar destinados a conjuntos mutuamente excluyentes, cuyos
contenidos no correspondía mezclar ni aprobar o poseer de forma simultánea. Lo
que contaba eran sus diferencias, su intolerancia mutua y la prohibición de
conciliarlas. Había gustos de las elites -"alta cultura" por
naturaleza-, gustos mediocres o típicos de la clase media y gustos "vulgares",
venerados por las clases bajas: y mezclar esos gustos era más difícil que
mezclar agua con fuego. Quizá la naturaleza abominara del vacío, pero lo
indudable era que la cultura no toleraba una mezcla. En La distinción, Bourdieu
dijo que la cultura se manifestaba ante todo como un instrumento útil concebido
a conciencia para marcar diferencias de clase y salvaguardarlas: como una
tecnología inventada para la creación y la protección de divisiones de clase y
jerarquías sociales.
En resumen, la cultura
se manifestaba tal como la había descripto Oscar Wilde un siglo antes:
"Quienes encuentran significados bellos en las cosas bellas son espíritus
cultivados. Son los elegidos, y para ellos las cosas bellas sólo significan
belleza". "Los elegidos", es decir, los que adhieren a aquellos
valores que ellos mismos sostienen, al tiempo que se aseguran el triunfo en el
concurso de canciones. Es inevitable que encuentren significados bellos en la
belleza, ya que son ellos quienes deciden qué es la belleza; incluso antes de
que comenzara la búsqueda de la belleza, quiénes si no los elegidos decidieron
dónde buscarla (en la ópera y no en la comedia musical o en un puesto de feria;
en las galerías y no en las paredes de la ciudad o en las reproducciones
baratas que decoran las casas obreras y campesinas; en volúmenes con tapas de
cuero y no en la gráfica del periódico o en otras publicaciones que se
adquieren por pocos pesos). Los elegidos son elegidos en virtud de que la frase
"esto es bello" es vinculante precisamente porque la han pronunciado
ellos y la han confirmado con sus acciones.
Sigmund Freud creía que
el saber estético busca en vano la esencia, la naturaleza y las fuentes de la
belleza, sus cualidades inmanentes, por así decir, y suele ocultar su
ignorancia en un torrente de pronunciamientos pomposos, presuntuosos y en
última instancia vacíos. "La belleza no tiene una utilidad evidente
-decreta Freud-, ni es manifiesta su necesidad cultural, y sin embargo la
cultura no podría vivir sin ella."
(…)
Hoy la cultura no
consiste en prohibiciones sino en ofertas, no consiste en normas sino en
propuestas. Tal como señaló antes Bourdieu, la cultura hoy se ocupa de ofrecer
tentaciones y establecer atracciones, con seducción y señuelos en lugar de
reglamentos, con relaciones públicas en lugar de supervisión policial:
produciendo, sembrando y plantando nuevos deseos y necesidades en lugar de
imponer el deber. Si hay algo en relación con lo cual la cultura de hoy cumple
la función de un homeostato, no es la conservación del estado presente sino la
abrumadora demanda de cambio constante (aun cuando, a diferencia de la fase
iluminista, se trata de un cambio sin dirección, o bien en una dirección que no
se establece de antemano). Podría decirse que sirve no tanto a las estratificaciones
y divisiones de la sociedad como al mercado de consumo orientado por la
renovación de existencias.
La nuestra es una
sociedad de consumo: en ella la cultura, al igual que el resto del mundo
experimentado por los consumidores, se manifiesta como un depósito de bienes
concebidos para el consumo, todos ellos en competencia por la atención
insoportablemente fugaz y distraída de los potenciales clientes, empeñándose en
captar esa atención más allá del pestañeo. Tal como señalamos al comienzo, la
eliminación de las normas rígidas y excesivamente puntillosas, la aceptación de
todos los gustos con imparcialidad y sin preferencia inequívoca, la
"flexibilidad" de preferencias (el actual nombre políticamente
correcto para el carácter irresoluto), así como las elecciones transitorias e
inconsecuentes, constituyen la estrategia que se recomienda ahora como la más
sensata y correcta. Hoy la insignia de pertenencia a una elite cultural es la
máxima tolerancia y la mínima quisquillosidad. El esnobismo cultural consiste
en negar ostentosamente el esnobismo. El principio del elitismo cultural es la
cualidad omnívora: sentirse como en casa en todo entorno cultural, sin
considerar ninguno como el propio, y mucho menos el único propio. Un crítico y
reseñador de TV de la prensa intelectual británica elogió un programa del Año
Nuevo 2007-2008 por su promesa de "brindar un conjunto de entretenimientos
musicales para satisfacer el apetito de todos". "Lo bueno -explicó-
es que su atractivo universal permite a uno entrar y salir del show según la
preferencia." Es una cualidad digna de elogio y en sí admirable de la
oferta cultural en una sociedad donde las redes reemplazan a las estructuras,
en tanto que un juego ininterrumpido de conexión y desconexión de esas redes,
así como la interminable secuencia de conexiones y desconexiones, reemplazan a
la determinación, la fidelidad y la pertenencia.
Hay otro aspecto a
destacar en las tendencias aquí descriptas: una de las consecuencias de que el
arte se quite de encima la carga de cumplir una función de peso es también la
distancia, a menudo irónica o cínica, que adoptan con respecto a él tanto sus
creadores como sus receptores. Hoy el discurso sobre el arte rara vez adquiere
el tono ceremonioso o reverencial tan común en el pasado. Ya no se llega a las
manos. No se levantan barricadas. No hay destellos de puñales. Si se dice algo
en relación con la superioridad de una forma de arte sobre otra, se lo expresa
sin pasión y sin brío; por otra parte, las visiones condenatorias y la
difamación son menos frecuentes que nunca. Tras este estado de las cosas se
esconde una sensación de vergüenza, una falta de confianza en sí mismo, una
suerte de desorientación: si los artistas ya no tienen a su cargo tareas
grandiosas y trascendentes, si sus creaciones no sirven a otro propósito que
brindar fama y fortuna a unos pocos elegidos, además de entretener y complacer
personalmente a sus receptores, ¿cómo han de ser juzgados si no es por el bombo
publicitario que acaso reciben en un momento dado? Tal como sintetizó
diestramente Marshall McLuhan esta situación, "el arte es cualquier cosa
que permita a uno salirse con la suya". O tal como Damien Hirst -actual
niño mimado de las más elegantes galerías londinenses y de quienes pueden darse
el lujo de ser sus clientes- admitió cándidamente al recibir el Premio Turner,
prestigioso galardón británico de arte: "Es asombroso lo mucho que se
puede hacer con un promedio escolar regular en artes, una imaginación retorcida
y una sierra".
Las fuerzas que
impulsan la transformación gradual del concepto de "cultura" en su
encarnación moderna líquida son las mismas que contribuyen a liberar los
mercados de sus limitaciones no económicas: principalmente sociales, políticas
y étnicas. La economía de la modernidad líquida, orientada al consumo, se basa
en el excedente y el rápido envejecimiento de sus ofertas, cuyos poderes de
seducción se marchitan de forma prematura. Puesto que resulta imposible saber
de antemano cuáles de los bienes ofrecidos lograrán tentar a los consumidores,
y así despertar su deseo, sólo se puede separar la realidad de las ilusiones
multiplicando los intentos y cometiendo errores costosos. El suministro
perpetuo de ofertas siempre nuevas es imperativo para incrementar la renovación
de las mercancías, acortando los intervalos entre la adquisición y el desecho a
fin de reemplazarlas por bienes "nuevos y mejores". Y también es
imperativo para evitar que los reiterados desencantos de bienes específicos
lleven a desencantar por completo esa vida pintada con los colores del frenesí
consumista sobre el lienzo de las redes comerciales.
La cultura se asemeja
hoy a una sección más de la gigantesca tienda de departamentos en que se ha
transformado el mundo, con productos que se ofrecen a personas que han sido
convertidas en clientes. Tal como ocurre en las otras secciones de esta
megatienda, los estantes rebosan de atracciones que cambian a diario, y los
mostradores están festoneados con las últimas promociones, que se esfumarán de
forma tan instantánea como las novedades envejecidas que publicitan. Los bienes
exhibidos en los estantes, así como los anuncios de los mostradores, están
calculados para despertar antojos irreprimibles, aunque momentáneos por
naturaleza (tal como lo enunció George Steiner, "hechos para el máximo
impacto y la obsolescencia instantánea"). Tanto los mercaderes de los
bienes como los autores de los anuncios combinan el arte de la seducción con el
irreprimible deseo que sienten los potenciales clientes de despertar la
admiración de sus pares y disfrutar de una sensación de superioridad.
Para sintetizar, la
cultura de la modernidad líquida ya no tiene un "populacho" que
ilustrar y ennoblecer, sino clientes que seducir. En contraste con la
ilustración y el ennoblecimiento, la seducción no es una tarea única, que se
lleva a cabo de una vez y para siempre, sino una actividad que se prolonga de
forma indefinida. La función de la cultura no consiste en satisfacer
necesidades existentes sino en crear necesidades nuevas, mientras se mantienen
aquellas que ya están afianzadas o permanentemente insatisfechas. El objetivo
principal de la cultura es evitar el sentimiento de satisfacción en sus ex
súbditos y pupilos, hoy transformados en clientes, y en particular
contrarrestar su perfecta, completa y definitiva gratificación, que no dejaría
espacio para nuevos antojos y necesidades que satisfacer.
Traducción: Lilia
Mosconi
La cultura en el mundo
de la modernidad líquida Zygmunt
BaumanFondo de Cultura Económica
- ¿A qué se considera una “élite cultural” actualmente y de quiénes se dice que son “omnívoros”?
- ¿Cuál es el concepto de cultura que plantea el pensador Bourdieu?
- ¿Quiénes y cómo forjaron la idea de belleza en el siglo XIX?
- ¿Cuáles son las características centrales de nuestra sociedad de consumo?
- Explica con tu propio vocabulario la siguiente frase que aparece en el texto: “La cultura se asemeja hoy a una sección más de la gigantesca tienda de departamentos en que se ha transformado el mundo”.
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