miércoles, 12 de septiembre de 2018

Materia: Practicas del Lenguaje Curso: 3º2º, 3º3º y 3º4º Profesora: LLopar Patricia


Plan de Continuidad Pedagógica (II)

Área: Prácticas del Lenguaje
Año y Cursos: 3°2°, 3°3°, 3°4°
Turno: Mañana y Tarde
Ciclo Lectivo: 2018
Docente: Llopar, Patricia Alejandra

El peatón de Ray Bradbury
Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas por la luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro. A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana. El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre. En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor.—Hola, los de adentro —les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras—. ¿Qué hay esta noche en el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma? La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles. —¿Qué pasa ahora? —les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera—. Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario?¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma? 
La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, 
un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles. 
—¿Qué pasa ahora?—les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera—. Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes?¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario?¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió su camino. No se oía nada más. 
Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él. 
Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos corrían hacia lejanas metas tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso débil. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna. 
Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una 
manzana de su destino cuando un coche solitario apareció de pronto en una 
esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se 
quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz. 
Una voz metálica llamó: 
—Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva! 
Mead se detuvo. 
—¡Arriba las manos! 
—Pero...—dijo Mead. 
—¡Arriba las manos, o dispararemos! 
La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles desiertas. 
—¿Su nombre?—dijo el coche de policía con un susurro metálico. 
Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres. 
—Leonard Mead—dijo. 
—¡Más alto! 
—¡Leonard Mead! 
—¿Ocupación o profesión? 
—Imagino que ustedes me llamarían un escritor. 
—Sin profesión—dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo. 
La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo travesada por una aguja. 
—Sí, puede ser así—dijo. 
No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casa como tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca los tocaba realmente. 
—Sin profesión—dijo la voz de fonógrafo, siseando 
—¿Qué estaba haciendo afuera? 
—Caminando—dijo Leonard Mead. 
—¡Caminando! 
—Sólo caminando 
—dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara. 
—¿Caminando, sólo caminando, caminando? 
—Sí, señor. 
—¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué? 
—Caminando para tomar aire. Caminando para ver. 
—¡Su dirección! 
—Calle Saint James, once, sur. 
—¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor 
Mead? 
—Sí. 
—¿Y tiene usted televisor? 
—No. 
—¿No? 
Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación. 
—¿Es usted casado, señor Mead? 
—No. 
—No es casado—dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante. 
La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas. 
—Nadie me quiere 
—dijo Leonard Mead con una sonrisa. 
—¡No hable si no le preguntan! 
Leonard Mead esperó en la noche fría. 
—¿Sólo caminando, señor Mead? 
—Sí. 
—Pero no ha dicho para qué. 
—Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente. 
—¿Ha hecho esto a menudo? 
—Todas las noches durante años. El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba débilmente. 
—Bueno, señor Mead 
—dijo el coche. 
—¿Eso es todo?—preguntó Mead cortésmente. 
—Sí—dijo la voz. 
—Acérquese. 
—Se oyó un suspiro, un chasquido. La 
portezuela trasera del coche se abrió de par en par. 
—Entre. 
—Un minuto. ¡No he hecho nada! 
—Entre. 
—¡Protesto! 
—Señor Mead...Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en el coche. 
—Entre. 
Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había allí nada blando. 
—Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada...—dijo la voz de hierro— Pero... 
—¿Hacia dónde me llevan? El coche titubeó, dejó oír un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos. 
—Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas. 
Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces. 
Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras. Pero en todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida en la 
fría oscuridad. 
—Mi casa—dijo Leonard Mead. 
Nadie le respondió. 
El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con las aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento en todo el resto de la helada noche 
de noviembre. 


Consignas
1.      Leé el texto con mucha atención las veces que sea necesario y responde:
a.      ¿Qué tipo de narrador tiene el cuento? ¿Qué tipo de cuento es? ¿Por qué? Transcribí un fragmento en donde se fundamente lo que decís.
b.      ¿Qué sucede con el personaje? ¿Cuál es el conflicto?
c.       ¿Cómo y con qué lo relacionas con la vida real. ¿Cuáles son las cuestiones sociales que se observan?
d.      Hace una reflexión del texto y transcribila.
2.      Identifica y transcribí 10 sustantivos comunes, 10 adjetivos, 10 verbos conjugados, 4 artículos y 4 preposiciones.
Transcribí una oración corta y analízala sintácticamente.

Pájaros prohibidos.
Por increíble que parezca, la principal cárcel de la dictadura militar uruguaya, se llamaba Libertad. Y por increíble que parezca, estaba prohibido en esa cárcel llamada Libertad, que los presos dibujaran o recibieran dibujos de mariposas, estrellas, parejas y pájaros.
                      Uno de los presos, Didaskó Pérez, maestro de escuela, preso por tener, como dijo el oficial que lo detuvo...preso por tener "ideas ideológicas", recibió un domingo la visita de su hija Milay de cinco años. La hija le trajo un dibujo de pájaros. Como los pájaros estaban prohibidos, la censura se lo rompió; los censores rompieron el dibujo a la entrada de la cárcel.
                     Al domingo siguiente Milay trajo un dibujo de árboles... como los árboles no estaban prohibidos... el dibujo, pasó. Y el padre le preguntó: -Esas frutas, esas frutas de colores que hay... ¿Qué son?, ¿Naranjas, limones, manzanas?, ¿Qué son?  Y la niña lo hizo callar: -Shhh, bobo, ¿No ves que son ojos? Los ojos de los pájaros que te traje a escondidas.


Consignas
3.      Leé el texto con mucha atención las veces que sea necesario y responde:
e.      ¿Qué tipo de narrador tiene el cuento? ¿Qué tipo de cuento es? ¿Por qué? Transcribí un fragmento en donde se fundamente lo que decís.
f.        ¿Qué sucede con los personajes? ¿Cuál es el conflicto?
g.      ¿Cómo y con qué lo relacionás? ¿Cuáles son las cuestiones sociales que se observan?
h.      Hacé una reflexión del texto y transcribila.
4.      Identificá y transcribí 10 sustantivos comunes, 10 adjetivos, 10 verbos conjugados, 4 artículos y 4 preposiciones.


Petróleo
Héctor Tizón*

(A mi tío Agustín, por si algún día para de andar y alcanza a leerlo)
Un alargado grito, un llamado; algo que se escuchó con toda claridad desde el viaducto hasta el vaciadero municipal de basuras, y aún más allá, interrumpió la sosegada siesta de los ranchos. Nosotros, que desde el mediodía estábamos tratando de pescar algunas viejas, levantando con la parsimonia necesaria las piedras de la costa luego de haber enturbiado el agua, también lo oímos. Prestamos atención entonces y volvimos a escuchar:

-¡Eh! ¡Julián, Segundo, Gertrudis, Gabino, doña Trinidad! ¡Vengan todos!

Buscamos al autor de los gritos y enseguida lo distinguimos. Nicolás agitaba los brazos y volvía a repetir sus alaridos, desde la copa inmensa de un sauce.

-¡Petróleo! -exclamó-. ¡Es petróleo!

Sinceramente creo que aunque había escuchado alguna vez esa palabra no conocía exactamente su significado. Por eso quizás El Laucha y yo, a pesar de los gritos, no prestamos mayor interés al asunto. Por el momento nos preocupaban las viejas; alguien había ofrecido comprárnoslas a razón de dos por quince centavos y además nos gustaba meter los pies en el agua. Eso era bueno. Incluso creo que El Laucha, o yo mismo, no recuerdo bien, dijimos:

-Nicolás ya está machao de nuevo.

Nos encogimos de hombros. El agua estaba buena y si juntábamos unas veinte viejas más ya alcanzaría para algo: una camiseta de Boca Juniors que quería El Laucha y también para esa careta de burro que a mí me gustaba para Carnaval. Era una linda careta la que había visto, grande, de largas orejas suaves y a la que creo, por añadidura, vendían con un pito, para Carnaval.

De modo que seguimos tratando de sacar el mayor número de viejas posible, por la costa, aguas abajo.

De vez en cuando pasaba un tren y la vibración de su marcha, el torvo sonido de la locomotora llegaba hasta donde estábamos. A veces ni siquiera levantábamos la cabeza para mirarlo, pero cuando lo hacíamos alzábamos la mano saludando a los lejanos pasajeros que miraban tristes o indiferentes desde las ventanillas.
-Raúl -me dijo por ahí El Laucha-, ¿vos sabés lo que es petróleo?

Deploré, no lo niego, no estar al tanto lo suficientemente sobre petróleo. Pero dije:

-Sí.

-¿Es eso que les echan a las máquinas? -volvió a preguntar.

-Sí.

-¿Para qué sirve?

-Andá a saber -dije yo.

El sol se había ocultado hacía un buen rato. El agua estaba turbia y ya casi no distinguíamos nuestras propias manos.

-Vamos -dije entonces-. No se ve.

Fue un trabajo duro llevar entre los dos la bolsa con el pescado a cuestas.

Atravesamos la playa del río, subimos al terraplén del ferrocarril y nuevamente bajamos. Entonces distinguimos las luces del caserío; había más que de costumbre. Escuchamos el sonido de fuegos artificiales y el loco ladrar de los perros; desde más cerca ya el viento traía con intermitencia voces, gritos, risas y después nuevamente los estampidos, carcajadas de pobre gente alegre. Hasta que llegamos al descampado, junto a la playa, desde donde comenzaba el rancherío que se extendía barranca arriba. Casi hasta el borde del alto terraplén de las vías ferroviarias.

Aparecimos por el patio del fondo arrastrando nuestra bolsa de pescados. Todo estaba de fiesta. En la casa de Nicolás se bailaba al compás chillón, desafinado, monótono de una ortofónica. Allí estaban todos, habían abandonado sus propias chozas para venir a juntarse aquí, a escuchar la música de la ortofónica y a reír, como cuando llegaba el Carnaval. Me acordé de pronto de la careta de burro y dije:

-Miren. Son ochenta y tres.

Mi tía, que iba y venía, riéndose a carcajadas, sin prestar mayor atención a nuestra bolsa, dijo:

-¿El qué?

-¿Cómo el qué?... ¡Esto!, las viejas.

-¡Bah!... ¿Para qué eso ya?

-Son más de diez pesos. Sacamos la cuenta uno por uno. Este se comprará una camiseta y yo una careta de burro, cuando las vendamos.

-¡Ja, ja, ja! -se rió mi tía- . ¿Para qué ya eso? ¡Hay petróleo, vengan y vean!

Un poco decepcionados dejamos la bolsa en un rincón y fuimos detrás de mi tía.

Bertoldo, un viejo ferroviario inválido, había descubierto el petróleo.Yo y los demás y todas las cientos de personas que llegaron después escuchamos su historia. Y a cada uno que llegaba a preguntar, Bertoldo, limpiándose una supuesta mugre de la boca y escupiendo luego hacia un costado, le contaba: se había levantado esa mañana y después del mate decidióse a plantar unas calas.

-Traeme la pala que voy a poner una fila aquí, al lado de esta barranca -le había dicho a su mujer. La mujer le llevó la pala, y luego de quince minutos de afanoso trabajo, mirando el fondo del pozo que había abierto, dijo:

-Aquí hay un barro podrido, negro y hediondo. Siguió cavando, pero después el barro se hizo menos denso y al cabo todo el fondo estaba cubierto por una superficie negra y líquida. Entonces cesó de trabajar, consultó a su vecino y luego a otro y a otro. Comenzaron a cavar nuevos pozos y el resultado se fue repitiendo. Hasta que Nicolás dio el aviso con aquellos alaridos que a todos les volcó el corazón.

Esa noche, mientras algunos bailaban y reían a carcajadas alrededor de la ortofónica, el resto recorría la zona desde la playa hasta la falda de la barranca husmeando los rincones. De lejos se dis- tinguían las luces de los faroles encendidos moviéndose, deteniéndose, volviendo a andar de un lado para el otro.

Nicolás ahora vagaba por las vías como un loco, llamando a gritos a los desconocidos e invitándolos a que vinieran a nuestra casa:

-¡Vengan, vengan! -decía-. ¡Todos seremos ricos!

Al cabo llegaron dos linyeras, un mendigo y un viejo ciego guiado de la mano por un niño que tenía un manojo de diarios debajo del brazo.

Toda la noche duró la alegría; las risas continuaron hasta el amanecer, interrumpidas tan solo por el estrépito de los trenes que pasaban.

Al día siguiente, desde temprano, todos estaban de pie, y cuando regresamos con El Laucha luego de vender las viejas, sorprendimos a un centenar de personas cavando pozos, hachando árboles, destruyendo los pequeños jardines, sumergiendo palos en los charcos; todos se ayudaban mutuamente.

Al mediodía, cuando llegó el cura, aquello parecía un campamento en actividad. Algunas mujeres habían cocinado en la playa y repartían la comida a los que trabajaban y también a los curiosos. Mi tía carneó la única gallina que teníamos y uno de los linyeras repartía las presas entre la gente.

El cura llegó cubriéndose con una negra sombrilla y después de conversar con algunos de los hombres se encaramó sobre una piedra y entre otras cosas dijo:
-No nos vanagloriemos, hijos, y demos gracias al Señor. Él les ha mandado esto porque quiere a los pobres.

Después recorrió todo el rancherío echando agua bendita sobre el suelo y pronunciando en voz muy baja y con rapidez, ininteligibles palabras. Luego aceptó unas empanadas. Algunos perros ladraron frenéticamente al cura durante la ceremonia. El ciego, de la mano del niño, permanecía sentado en un tronco en medio del alboroto y de vez en cuando mordía un choclo asado, mirando a lo lejos con sus ojos vacíos.

Nicolás, que se había comprado un traje nuevo invirtiendo de un solo golpe sus ahorros, paseábase auscultando la superficie de la tierra.

Al día siguiente fue convocada toda la gente a reunirse debajo de un gran ceibo. Nicolás habló imponiendo silencio. Hombres y mujeres, bien peinados y vestidos, como cuando iban al pueblo, escucharon atentos.

-Señores -dijo Nicolás-.Vamos a ser ricos. Tendremos casas de dos pisos, y también tendremos zapatos y podremos andar en autos de alquiler. ¿Comprenden ustedes lo que es ser ricos?

Nadie contestó y entonces Nicolás continuó hablando.

-Todos podrán comprarse una radio y un sombrero y tal vez un caballo y muchas gallinas y chanchos, ¿comprenden? Y también podremos guardar dinero para cuando seamos viejos y no como ahora; y comprar remedios para no andar muriéndonos por ahí como unos podridos. Seremos ricos. ¿Comprenden lo que es ser ricos?

-Rico es el que jode al pobre- dijo entonces alguien.

-No solo eso -contestó Nicolás sin prestar mucha atención-. Vamos a envasar el petróleo y entonces nos mandarán el dinero y podremos tener todo eso y tal vez un pedazo de tierra, ahora sí.

Después de la reunión debajo del ceibo, todos volvieron al trabajo de la búsqueda; ya algunos empezaron a juntar el líquido dentro de unos tachos, para envasarlo.

Así pasaron uno y dos días. Alguien había dado alojamiento al ciego y al niño y los linyeras se instalaron en casa de doña Gertrudis.

De sol a sol la gente trabajaba moviendo las piedras y tratando de cavar más pozos, o mirando horas y horas los que ya estaban abiertos.

Cuando pasaba algún tren, todos hacían un alto para saludar a los pasajeros, con los brazos levantados, agitando los sombreros.

También nosotros abandonamos la pesca, porque debíamos ayudar a repartir la comida -que ya era escasa- entre todos.

Al quinto día los linyeras se fueron y llegaron los técnicos. Eran tres hombres rubios; apenas si hablaron; miraron en derredor, caminaron de un punto a otro, seguidos por la gente que los miraba emocionada, tratando de escuchar alguna buena palabra. Pero nadie entendió nada.

Al día siguiente volvieron a venir los hombres, acompañados de otros. Subieron hacia el borde de la barranca, traspusieron las vías ferroviarias y luego regresaron. Después se llevaron tres grandes botellas llenas de petróleo.

Y no volvieron. Pero al cabo lo supimos: el yacimiento no existía, sino que era una pequeña acumulación subterránea escapada de la cisterna rota del ferrocarril.

Después nada sucedió. Con El Laucha decidimos volver a pescar, sobre todo porque ya era inminente el Carnaval y debíamos tener dinero para comprar serpentinas.

Los trenes seguían pasando, velozmente, haciendo vibrar el suelo.

Pero desde aquel día Nicolás había tomado la costumbre de encaramarse al sauce y pasar allí largo tiempo atisbando, para de vez en cuando bajarse, cavar con dramático entusiasmo un pequeño pozo, hundir un palo en el blando fondo humedecido y quedarse por último mirando largo tiempo el extremo del palo. Sin decir una sola palabra. Soñando.
* Héctor Tizón nació en Yala, Jujuy, el 21 de octubre de 1929. Finalizó su carrera de Abogacía en 1953, en la Universidad de La Plata. Su obra evoca zonas del noroeste argentino, y parte ha sido traducida al francés, inglés, ruso, polaco, ucraniano, alemán y holandés. Además de cuentos, ha escrito novelas; algunas de ellas son: Fuego en Casabindo (1969), El cantar del profeta y el bandido (1972), Sota de bastos, caballos de espadas (1975), El hombre que llegó a un pueblo (1988), El viaje (1988) y La mujer de Strasser (1997).

Consignas
5.      Leé el texto con mucha atención las veces que sea necesario y respondé:
i.        ¿Qué tipo de narrador tiene el cuento? ¿Qué tipo de cuento es? ¿Por qué? Transcribí un fragmento en donde se fundamente lo que decís.
j.        ¿Qué sucede con los personajes? ¿Cuál es el conflicto?
k.       ¿Cómo y con qué lo relacionás con la vida real. ¿Cuáles son las cuestiones sociales que se observan?
l.        Hacé una reflexión del texto y transcribila.


A la deriva
[Cuento - Texto completo.]
Horacio Quiroga


El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!
-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.
-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente dolorosas. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración…
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo… ¿Viernes? Sí, o jueves…
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
-Un jueves…
Y cesó de respirar.
FIN


Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917
Consignas
6.      Leé el texto con mucha atención las veces que sea necesario y respondé:
m.    ¿Qué tipo de narrador tiene el cuento? ¿Qué tipo de cuento es? ¿Por qué? Transcribí un fragmento en donde se fundamente lo que decís.
n.      ¿Qué sucede con los personajes? ¿Cuál es el conflicto?
o.      ¿Cómo y con qué lo relacionás con la vida real. ¿Cuáles son las cuestiones sociales que se observan?
p.      Hacé una reflexión del texto y transcribila.



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