CULTURA DE CONSUMO
Según el estudioso británico Raymond Williams en una de sus primeras
acepciones el término consumir se relacionaba con los conceptos de “destruir,
gastar, dilapidar, agotar”, lo cual chocaba claramente con el acento
productivista de la época del industrialismo de los siglos XIX y XX, por esta
razón el término consumo se relacionó en principio con la idea semántica de
trabajo duro y disciplinado, es decir, que el consumo era una derivación del
trabajo, un concepto auxiliar de una economía ligada a la producción de bienes
y no un concepto solitario que se explicase por sí mismo. El consumo se
entendía en el siglo XX como una actividad disciplinada y respetable, discreta;
en consonancia con el trabajo disciplinado y duro que lo permite.
Pero con la aparición de nuevos sectores sociales en ascenso se comenzó a
poner en tela de juicio esta consideración subordinada del consumo al trabajo,
para pasar a ocupar un lugar central y dominante en la cultura del siglo XX.
Así el consumo pasa a primer plano a partir de la década del 50 del siglo pasado,
aunque sigue relacionado con conceptos tales como exceso y desorden,
conservando un valor ciertamente negativo.
Aparece entonces en escena una nueva ética del consumo, relacionada con
el tiempo presente, el aquí y ahora, la expresión, el hedonismo, la belleza
corporal, el cultivo del estilo. No es un consumo dictado por las necesidades
fijas sino adherido a nuevas imágenes y signos, no hay una actitud utilitaria
en este nuevo consumo sino una afirmación de un estilo de vida que expresa la
propia individualidad.
Aquella idea de consumo vinculada al exceso era propia de las tradiciones
populares de las ferias y carnavales de la edad media, en los que se habilitaba
temporalmente la excitación y el descontrol de las emociones y los placeres
corporales, espacios fronterizos entre lo prohibido y lo fantástico. Pero las
ferias y carnavales eran momentos seleccionados de desorden en un mundo de
orden.
Esta misma lógica del consumo como exceso se trasladó en tiempos del
industrialismo a ciertos sectores de la ciudad (barrios bajos y grandes
tiendas) y esencialmente al tiempo restringido de las vacaciones y el ocio.
Espacios de desorden ordenado.
En nuestra Cultura-Mundo la existencia de límites controlados de desorden
dedicados al consumo se ha disuelto y hoy todo es consumo, todo es consumible,
arte y vida cotidiana se han vuelto la misma cosa, las mercancías cotidianas
son formas de arte llamada diseño. Vivimos a tiempo completo en el exceso y el
desorden adminstrado. Una sociedad de consumidores dentro de una cultura de
consumo.
El siglo XXI permite manejar el control y el descontrol al mismo tiempo,
requiere de ejercer ambas posibilidades. Ejemplo de ello es una publicidad de
la década de 1980 de una casa de moda francesa. En ella se ve una fotografía de
una mujer de clase alta con un vestido de alta costura y un texto que subraya
la conveniencia de usar lo correcto en el momento correcto. La segunda
fotografía del anuncio muestra a esa misma mujer pero vistiendo una chalina
palestina y el texto subraya la tendencia a la libertad y a modificar las
estructuras. En la cultura posmoderna se pide que una persona pueda hacer ambas
cosas: el orden y el desorden que propone el consumo.
Sintetizando, podemos observar tres visiones históricas sobre la cultura
de consumo que se traducen en tres paradigmas:
a) Una visión mercantil que indica que la cultura de consumo se genera
por la expansión de la producción capitalista que produce bienes que requieren
del consumo. Privilegia la idea de la cantidad y del valor de cambio por sobre
la idea de las cualidades culturales de los bienes. Da origen al Paradigma
Mercantil.
b) Una visión sociológica que indica que acceder a los bienes es marcar
una posición social que nos vincule y diferencie con las otras escalas
sociales. Paradigma de la Distinción.
c) Una visión individualizante que relaciona al consumo con la vivencia
de placeres emocionales y estéticos de carácter personal. Paradigma de la
Individualización.
Actualmente es esta tercera opción la que representa con mayor claridad
el comportamiento de nuestra sociedad del siglo XXI rompiendo con la idea de que
el consumo está revestido de valores negativos, por el contrario vinculando el
consumo con el placer y la satisfacción emocional.
El término “cultura de consumo” subraya el hecho de que el mundo de los
bienes nos permite comprender la sociedad contemporánea, a partir no solo de la
dimensión productiva de la economía sino esencialmente de su dimensión
cultural, a partir de la simbología que adquieren bienes y servicios, no solo
por su utilidad sino como “comunicadores” de significados. Es decir: los bienes
que consumimos tienen un significado concreto más allá del objeto en sí mismo.
Por ejemplo, alguien que compra un lujoso auto alemán, no sólo compra una
máquina para trasladarse de un lugar a otro, sino que usar ese auto y no otro
de menor valor significa tener cierto status social, permite mostrarse poderoso
económicamente, etc.
Ya se ha abandonado la idea de ver a los bienes meramente como elementos
útiles que tienen un valor de uso y un valor de cambio, hoy se los considera un
signo de identidad.
La economía capitalista se ha manejado respecto a los bienes desde el
siglo XIX con dos conceptos enunciados por Carlos Marx, el “valor de cambio” y
el “valor de uso”. Marx sostenía que natural y originalmente la mercancía tiene
un valor de uso, funcional, es decir el valor que la cosa tiene está en
relación al uso que se le va a dar a partir de las necesidades naturales de
quien la consume. Por ejemplo, una pala tiene para un jardinero un valor de uso
superior al de un libro.
El capitalismo industrial transforma luego ese valor de uso en valor de
cambio, es decir, le asigna a la mercancía un valor adicional que consiste en
el trabajo socialmente necesario para producir el bien. Por ejemplo, ¿cuánto
trabajo es necesario para producir una pala o un libro? A partir de ello puede
analizarse si el valor de cambio de una pala es superior o inferior al de un
libro.
Mientras que las necesidades naturales que originan el valor de uso no
permiten establecer equivalencias según los diversos bienes (una pala y un
libro no tienen equivalencias entre sí) y por lo tanto no pueden compararse dos
necesidades, ya que ambas son igual de valiosas según el caso; sí pueden
compararse las cantidades de trabajo (socialmente necesario) que tienen las
diversas mercancías, lo que se considera valor de cambio.
Allí sí existen equivalencias para analizar el valor de una pala y de un
libro ya que en ambos casos lo que se mide es el trabajo que ha sido necesario
para la fabricación de cada uno de esos bienes. Pero lo que ocurre es que hoy
ya no se intercambian mercancías por su valor de uso ni por su valor de cambio,
sino que se lo hace por su “valor signo”.
El valor signo es lo que significa esa cosa para quien la compra, que no
tiene relación con su utilidad material ni con su costo sino con la posibilidad
de los bienes de ser comunicadores de un significado, de satisfacer a una
motivación, una emoción, una vivencia, una sensación, un gusto, una identidad.
Se pasa entonces de una visión materialista a una visión cultural del consumo.
La gente ya no consume bienes por sus características materiales sino por los
significados que cada consumidor extrae de la posesión de la mercancía, así es
como la cultura ingresa de lleno a la economía.
El consumo debe entenderse como consumo de signos ya que solo en contadas
ocasiones consumir es una transacción económica racional puramente calculada en
busca de la utilidad de un bien, en la mayor parte de los casos se trata de una
actividad esencialmente cultural, de una experiencia placentera. La cultura es
el elemento central del consumo, ninguna sociedad ha estado tan saturada de
signos y de imágenes como nuestra cultura contemporánea, y en este escenario
los medios son los grandes responsables generando tal cantidad de signos e
imágenes que han logrado confundir el límite entre lo real y lo imaginario,
creando una cobertura estética de la realidad.
- ¿Cuál era la idea que existía en el siglo XX sobre el concepto “consumir”?
- ¿Cuál es la nueva perspectiva con la que se aprecia el concepto “consumo” en nuestra Cultura-Mundo?
- Menciona y explicá los tres paradigmas existentes sobre la Cultura de Consumo.
- Explica qué quiere decir “Hedonismo” y qué influencia tiene este factor hedonista propio de los habitantes de la Cultura-Mundo en el fenómeno del consumo.
- Desarrolla con tus palabras en qué consiste el Valor de Uso, el Valor de Cambio y el valor Signo
- Explica con tus palabras cómo se expresa actualmente en nuestra forma de consumir el Valor Signo.
- Indica alguna experiencia personal sobre tus propios consumos, o los de tu familia, relacionados con el Valor Signo.
- ¿Sólo consumen los sectores sociales de mayor poder adquisitivo? Justifica tu respuesta.
CULTURA DE CONSUMO – Parte II
Debemos entender el concepto de estética como lo entendían los griegos
marcado por lo emocional, lo perceptible y sensible. Es decir, estética, como
todo aquello que nos estimula nuestra experiencia sensible, que podemos
percibir.
La estetización de la realidad pone en primer plano la importancia del
estilo con su permanente búsqueda de nuevas modas, sensaciones y experiencias,
de tal manera que las publicidades dejan de contener información sobre los
productos y ceden lugar a la exposición de imágenes sobre estilos de vida
relacionados con esos productos.
Para vender una máquina fotográfica no se explican sus prestaciones sino
que se muestra el marco cultural y emocional en el que se puede hacer uso de
esa cámara de fotos. Y no solo sucede esto con los bienes sino también con las
experiencias que se convierten en mercancías como los espectáculos deportivos,
el turismo, los juegos, las comidas, etc. En los bienes de consumo habituales y
cotidianos se vuelve cada vez más difícil de descifrar cual es su “utilidad”
original para la cual estuvieron creados.
Es posible hablar de un cálculo hedonista que ejerce el consumidor, un
cálculo basado en el placer, una economía emocional. Los consumidores no
adoptan un estilo de vida por tradición o por hábito, sino que hacen del estilo
de vida un proyecto personal, el consumidor no solo “habla” por su vestimenta,
sino también por su casa, a través de su mobiliario, de su automóvil, de sus
actividades de ocio, etc. Hombres y mujeres de esta nueva cultura dispuestos a
explorar opciones de vida concientes de que solo hay una vida para ser
disfrutada, gozada y expresada.
Ya vemos entonces que no estamos frente a lo que era un discurso habitual
de una gris y conformista cultura de consumo que uniforma a los individuos en
base a las indicaciones de la publicidad, sino que vivimos una cultura compleja
y problemática basada en el uso y el significado de los bienes de consumo.
El capitalismo del siglo XXI ha puesto al estilo de vida en primer plano,
donde la producción de diferentes estilos de vida en el espacio social hace que
diversos grupos o sectores sociales compitan por imponer sus propios gustos
como los gustos dominantes y legítimos de la sociedad.
Estamos frente a modos de consumo que no incluyen solo consideraciones
económicas o instrumentales, por ejemplo comprar una botella de vino oporto
añejo puede representar prestigio y una sensación de exclusividad que haga que
nunca se la consuma realmente (que nunca se la abra y se la beba) pero que se
la consuma simbólicamente (contemplándola, tocándola, exhibiéndola) generando
honda satisfacción su mera posesión. Aquí radica el aspecto simbólico de las
mercancías, no solo simbolismo del diseño sino simbolismo de un estilo de vida.
Ya no responde a la realidad la visión esquemática de que las clases
altas consumen autos importados, segundas casas, tenis, deportes acuáticos y
arte; las clases medias educación, turismo y automóviles y las clases bajas
fútbol, música popular y vino tinto.
El espacio social del consumo se ha vuelto muy complejo y estos aspectos
se interpenetran al punto que los consumos de unos emulan a los del otro sector
tanto de abajo hacia arriba como de arriba hacia abajo. Intentar relevar los
consumos solo por franjas de ingresos no constituye en la actualidad una
metodología acertada. En la actual cultura de consumo las distinciones y
jerarquías tradicionales se derrumban.
La cultura de consumo puede ser vista entonces como una parte más del
proceso de democratización de las sociedades, ya que por primera vez los menos
poderosos son capaces de emular a los más poderosos (dentro de las limitaciones
materiales) en sus prácticas culturales y en sus consumos.
Estamos frente a una doble tendencia: por un lado la emulación y la
imitación entre los diversos sectores sociales, y por otro la diferenciación y
la individualización personal dentro de cada grupo; ambos movimientos formando
parte de la dinámica del consumo, entendido como la adhesión a un grupo social
determinado y la diferenciación respecto a los demás miembros de ese mismo
grupo.
- ¿Qué se entiende por “estética” y a qué llama el texto “estetización de la realidad”?
- ¿Cómo adoptan, los consumidores, un “estilo de vida”?
- ¿De qué modo el capitalismo del siglo XXI ha puesto al estilo de vida en primer plano?
- ¿Cómo explicarías el concepto de “simbolismo de la mercancía”?
- En el texto se afirma que los consumos de una clase social se interpenetran con los consumos de las otras. ¿Qué significa eso? ¿Qué ejemplo podés aportar?
- ¿Por qué motivos la cultura del consumo es un aspecto más de la democratización de las sociedades?
- ¿Cuál es la doble tendencia actual del consumo?
Del consumidor al ciudadano Dijimos que en el
lenguaje vulgar consumo se equipara a gasto inútil y compulsión irracional. Y
esta descalificación del acto de consumir se suele asociar a ideas tales como
la supuesta omnipotencia de los medios de comunicación a la hora de incitar a
las masas pasivas a consumir. Por eso es necesario observar el consumo como un fenómeno
complejo y que en ese fenómeno la relación existente entre medios y
consumidores no es tan simple como suponía la vieja idea de la dominación
vertical del primero sobre los segundos.
Entre audiencias y medios existen a su vez mediaciones, factores
intermedios como familia, barrio, educación, amigos, grupos de trabajo que
intervienen a la hora de procesar los mensajes, en la posibilidad de colaborar
en su comprensión, aceptando, rechazando o negociando el sentido de esos
mensajes. Debemos partir de la base de que el consumo requiere una visión
multidisciplinar, no alcanza con la mirada reduccionista de la economía, deben
participar sociólogos, psicólogos, antropólogos, comunicadores, etc. Lo primero
entonces es definir el concepto: “el consumo es un conjunto de procesos
socioculturales en que se realizan la apropiación y los usos de los productos”.
Esta definición nos dice que consumir no es un mero acto motivado por el
gusto o el antojo irreflexivo, sino que es un proceso de carácter social y que
está motivado por la propia cultura de la que la persona forma parte, un
proceso que no termina en la compra del bien o del servicio sino que se
extiende a su uso. El consumo no es entonces un acto irracional, sino una
conducta compuesta de una múltiple cantidad de racionalidades.
Se puede observar el consumo desde su racionalidad económica. El consumo
aquí sería el momento culminante del proceso de producción, donde se realiza la
toma de beneficios y se reproduce la fuerza de trabajo. Desde este enfoque no
son los gustos los que generan el consumo sino que son los grandes poderes de
la gestión económica del mercado los que mediante una estrategia determinada
promoverán ciertos bienes y no otros, e inducirán al consumo de ciertos
servicios y no otros, buscando el mejor funcionamiento del sistema productivo.
Otra perspectiva es la racionalidad sociopolítica. Cuando se observa la
proliferación de modelos y de marcas observamos que interviene en el proceso de
consumir las reglas de la distinción de los grupos, la innovación y la moda. Así
podemos tomar la visión de Manuel Castells, que dice que “el consumo es un
sitio donde los conflictos entre clases, originados por la desigual
participación en la estructura productiva, se continúan a propósito de la
distribución y apropiación de los bienes”. Todavía se puede escuchar quienes se
escandalizan si un pobre se compra un par de zapatillas de marca, contrata un
servicio turístico, o coloca televisión satelital en su casa. Una tercera
perspectiva es la racionalidad simbólica. Dijimos que se puede observar en el
consumo un espacio de diferenciación y distinción entre clases, pero este
objetivo diferenciador no se afirma tanto en el costo del bien o del servicio
como en los aspectos simbólicos o estéticos. Hay una construcción de signos de
status ya que buena parte de las relaciones sociales se construyen más que en
la lucha económica por los medios de producción o la búsqueda de satisfacer
necesidades materiales, en la lucha por apropiarse de los medios de
diferenciación simbólica. Esto se ve claramente en la coincidencia que existe
en los consumos de los miembros de una clase o de una fracción de clase, qué
comen, qué leen, cómo se visten, dónde vacacionan. En general, como vemos,
suele abordarse el fenómeno del consumo como un factor de distinción, una nueva
computadora o un nuevo modelo de auto distingue a sus escasos poseedores del
resto; pero así como un consumo sirve para diferenciarse sirve también para
identificarse, y esta es la última perspectiva de análisis, la racionalidad
integrativa de la sociedad. Vivimos en un mundo donde lo sólido se ha evaporado
y la única certeza es la imprevisibilidad de las cosas, lo cambiante, la
obsolescencia acelerada. En este escenario incierto consumir vuelve más
inteligible el mundo, lo vuelve más comprensible, le saca complejidad, al decir
de Douglas e Isherwood, “el consumo sirve para pensar”. El consumo no es algo
privado y pasivo sino esencialmente social y activo, y por lo tanto nos permite
observar el ordenamiento político de una sociedad, cuáles son los consumos de
los sectores dominantes y como se administran las tensiones entre los
diferentes sectores de la sociedad. Cada vez nos alejamos más de los tiempos en
que las identidades de la gente se definían por cuestiones como el suelo o la
sangre.
En los tiempos de la modernidad y el sistema industrialista los estados
nacionales marcaban a fuego la identidad de las personas, y sus espacios
territoriales eran el lugar donde las formas de vida, la cultura, adoptaba sus
particularidades. Se comía como español, como argentino o como sueco, y eso era
marca de identidad a partir de la coincidencia en la producción y consumo de
bienes de parte de los habitantes de un mismo país, ya que los productos
nacionales estaban a mano y eran más baratos que los importados, y consumir lo
propio tenía un valor simbólico de afirmar la propia identidad, solo se
compraban productos extranjeros en busca de prestigio o de calidad. Pero hoy
cuando adquirimos una computadora armada en Argentina, bajo licencia japonesa,
con sistemas operativos norteamericanos, memorias brasileñas y procesadores
chinos podemos preguntarnos “qué es lo nuestro”. Lo mismo pasa cuando
encendemos el televisor fabricado en argentina para ver una película británica,
con actores norteamericanos, guionista indio, filmada en México y con técnicos
latinoamericanos. Hoy los embotellamientos de tránsito se dan en parecidas
autopistas en todo el mundo, los paros del transporte aéreo se producen en
aeropuertos similares, los encuentros entre jóvenes se producen en las mismas
casas de comida rápida, escuchando la misma música, vistiendo las mismas ropas
que en cualquier otra parte del mundo, la cultura aparece como un rompecabezas
ensamblado de múltiples nacionalidades. Lo que se produce hoy en todo el mundo
está disponible aquí al mismo tiempo que en cualquier otro mercado del planeta,
lanzamientos mundiales de productos se dan regularmente. Es muy difícil saber
ya lo que es propio. La globalización permite que los consumos entre países
ricos y periféricos se acerquen: compramos en similares supermercados, vemos la
misma película, escuchamos la misma música, vestimos la misma ropa. Las
novedades son objetos de consumo. Existe una cultura-mundo en una sociedad
global y existe un proceso globalizado de consumo, y por lo tanto también una
comunidad global de consumidores. Pero esa globalidad que se nos muestra tan
vasta e inabarcable posee códigos unificadores y de entendimiento. Esos códigos
no pasan ni por la etnia, ni por la clase o la nación en la que nacimos, se
definen como parte de una comunidad interpretativa de consumidores, que se
relacionan con los objetos de un modo particular y en muchos casos se
fragmentan en comunidades internacionales de consumidores unidos por una factor
de consumo, como pueden ser los jóvenes o los televidentes. Se han creado
símbolos transnacionales gestando una cultura popular global en la cual las
formas y objetos del consumo constituyen un factor esencial. Sin dejar de
pertenecer a su cultura nacional los consumidores populares se relacionan con
un imaginario social más allá de las fronteras a través de los medios y la
publicidad, se vinculan con los mismos actores y cantantes, los mismos
héroes deportivos, usan los mismos jeans, compran con la misma tarjeta,
bailan los mismos estilos. Hoy las elites de los países coinciden en formas de
vida, en culturas similares, afirmadas en un mismo estilo de consumo; pero del
mismo modo los sectores populares de cada nación se pliegan en una cultura
masiva global cuyos signos se reproducen en similares consumos. En el siglo XXI
se ha producido una descomposición de las instituciones y con ello una pérdida
de confianza en ellos, por ejemplo en las instituciones de la política, por lo
cual otros modos de participación van ganando fuerza, y uno de los caminos para
responder a las tradicionales cuestiones ciudadanas de a dónde pertenezco,
cuáles son mis derechos, dónde me informo, quién me representa, ha sido el del
consumo privado de bienes, muchas veces por encima de las reglas abstractas de
la democracia. Cuando vemos que las campañas políticas se desarrollan en las
pantallas de televisión y que en lugar de confrontarse ideas se confrontan
imágenes construidas por asesores de marketing político, es coherente que nos
sintamos convocados a ese encuentro como consumidores aunque se nos llame
ciudadanos. Además el problema se potencia porque hoy ya no basta con desear
poseer algo, sino tener la plena certeza de que ese algo se volverá rápidamente
obsoleto y deberé cambiarlo. Del mismo modo que estamos dentro de un mercado
dinámico de renovación permanente, la política se pliega a esta forma de vida
instantánea y efímera y aquellas viejas ideas sostenidas en el tiempo por
grandes relatos ideológicos que prometían el futuro, se transforman en
decisiones políticas del momento, inmediatas, siguiendo las encuestas de
opinión, al estilo de la seducción inmediatista del consumo. Por eso es
necesario comenzar a dejar de lado las viejas teorías que ven en el consumo una
manifestación irracional (y en la política una manifestación racional). Dejar
de lado la idea de que el consumo es el lugar de lo inútil, del lujo, lo
suntuario, lo superfluo. El consumo hoy debe ser visto no como una mera
manifestación económica de la persona, sino desde el costado sociológico,
psicológico y por lo tanto cultural. Los públicos, como sostiene el argentino
Carlos García Canclini, son consumidores y ciudadanos, y también audiencias y
perfiles para el consumo. Pasan horas frente a la televisión o la computadora,
juegan videojuegos, van al cine, miran DVDs, leen diarios y revistas,
frecuentan supermercados y shoppings. El mexicano Guillermo Orozco Gomez acuña
el concepto de “televidenciar”, que consiste en ver, escuchar, percibir,
sentir, gustar, pensar, comparar, evaluar, guardar, retraer, imaginar e
interactuar con la televisión; rompiendo de esta manera la idea de que los
consumidores son seres pasivos.
El francés Dominique Wolton entiende a los consumidores como seres en los
que toda su historia personal y sus valores intervienen en la percepción y el
análisis de las imágenes. Y como ser ciudadano no tiene que ver solo con haber
nacido en un país y votar, sino también con las prácticas sociales y culturales
que dan sentido de pertenencia a las personas. Ser ciudadano no es solo tener
derechos y deberes reconocidos por el aparato estatal, sino también reflejarse
en las prácticas culturales y sociales. Cuando como sucede en el siglo XXI, la
institución Estado pierde solidez y eficacia en nuestras sociedades, ese
espacio vacío es ganado por algo, ese algo es el mercado ; y la vieja identidad
única que nos otorgaba aquel estado monolítico de los tiempos del
industrialismo ha dejado paso a múltiples identidades, múltiples formas de
ciudadanía: ciudadanía cultural, ciudadanía racial, ciudadanía de género,
ciudadanía juvenil, entre otras, y el mercado se ocupa de ofrecerse como
espacio en el cual convergen estas múltiples ciudadanías que participan a
través del consumo. En este cambio de perspectivas tienen mucho que ver los
medios tecnológicos de comunicación que, entre otras cosas, permitieron a las
masas irrumpir en el espacio ciudadano en el siglo XX, formar parte del
conjunto, para luego aplicarse a la tarea de guiar a esas mismas masas hacia el
espacio del consumo. Por esa razón las mayorías van adquiriendo en esta nueva
forma de ciudadanía la categoría de cliente. En nuestro tiempo el derecho al
consumo se ha convertido en un motor de ciudadanía, desplazando al trabajo
asalariado que en el siglo pasado se convertía en el gran generador de derechos.15
Por eso se vuelve imprescindible volver a analizar qué cosa es consumir,
preguntarnos si acaso al consumir no estamos haciendo algo que sustenta,
alimenta y constituye un nuevo modo de ser ciudadanos en un nuevo espacio de lo
público, donde hay tantas variantes de productos y modelos en el mercado, como
variedades de ideas y pensamientos hay en el espacio de las opiniones
ciudadanas. Vivimos durante dos siglos en identidades territoriales y
monolingües, subordinadas a un espacio definido llamado nación, opuesto al de
otras naciones, diferente, y aún en espacios de plurilingüismo como en América
Latina se impuso la lengua del poder, el español, En cambio las identidades
posmodernas son abiertas, transterritoriales y multilingüísticas, estructuradas
menos desde la perspectiva de los estados que de la de los mercados y operan
esencialmente a través de la producción industrial de cultura a nivel global a
través de los medios tecnológicos masivos. Se desvanece la identidad concebida
como expresión de un ser colectivo, y en su lugar se desarrollan múltiples
forma de pertenencia cuyas redes se entrelazan a través del consumo. Ya no se
presentan diferencias en torno a lo propio y lo importado o entre lo moderno y
lo clásico, solo
se adhiere a unos u otros como representación simbólica de la pertenencia
a un subsistema cultural particular. El consumo debe todavía ascender un
escalón más en su capacidad reflexiva, y eso sucederá cuando se produzcan estos
requisitos: · Una vasta y diversificada oferta de productos y mensajes,
de acceso fácil y equitativo para las mayorías · Información confiable acerca
de la calidad de los productos, con efectivo control ejercido por los
consumidores. · Participación democrática de los diferentes sectores
en las decisiones de orden jurídico y políticos, como ser la habilitación
sanitaria de los productos, concesiones, licencias, etc. Estas acciones
políticas vuelven a convertir a los consumidores en ciudadanos e implican
concebir al mercado no como un simple espacio de transacciones comerciales sino
como terreno de interacciones sociales complejas. El reduccionismo económico
del fenómeno del consumo llegó a suponer que las mercancías eran elementos
autónomos y que su dinamismo obedecía a reglas inexorables del mercado en base
a la oferta y la demanda. Pero como vemos las funciones que cumplen los bienes
en las sociedades van más allá de la mera función mercantil, que es una de
ellas pero no la única. Los hombres y mujeres intrercambiamos bienes para
satisfacer nuestras necesidades culturales, para integrarnos con otros o
distinguirnos de ellos, para satisfacer deseos y pensar sobre nuestra posición
en la sociedad, para cumplir ritos. Podemos quedarnos solamente con la idea
reduccionista de que los consumidores solo cumplen un rol dentro de un mercado
de intercambio comercial; o bien superar ese concepto , aceptar su complejidad,
y establecernos como ciudadanos reflexivos dentro de una sociedad de
consumidores, porque de este modo, vinculando consumo con ciudadanía, estaremos
reubicando al mercado dentro de la sociedad, sacándolo del espacio omnipresente
en que quedó colocado y volver a llevar la discusión al espacio de lo público y
al interés de todos.
CULTURA de CONSUMO: Definiciones y Valor Signo A partir de la lectura del
capítulo de la bibliografía de la cátedra CULTURA DE CONSUMO, en su primera
parte, y utilizando su propia palabra, responda a la siguiente grilla de
preguntas.
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