martes, 4 de septiembre de 2018

Comunicación y Culturas del consumo de 5º 2º turno tarde, Profesor Fabián Verdi. TP Nº2

CULTURA DE CONSUMO

Según el estudioso británico Raymond Williams en una de sus primeras acepciones el término consumir se relacionaba con los conceptos de “destruir, gastar, dilapidar, agotar”, lo cual chocaba claramente con el acento productivista de la época del industrialismo de los siglos XIX y XX, por esta razón el término consumo se relacionó en principio con la idea semántica de trabajo duro y disciplinado, es decir, que el consumo era una derivación del trabajo, un concepto auxiliar de una economía ligada a la producción de bienes y no un concepto solitario que se explicase por sí mismo. El consumo se entendía en el siglo XX como una actividad disciplinada y respetable, discreta; en consonancia con el trabajo disciplinado y duro que lo permite.
Pero con la aparición de nuevos sectores sociales en ascenso se comenzó a poner en tela de juicio esta consideración subordinada del consumo al trabajo, para pasar a ocupar un lugar central y dominante en la cultura del siglo XX. Así el consumo pasa a primer plano a partir de la década del 50 del siglo pasado, aunque sigue relacionado con conceptos tales como exceso y desorden, conservando un valor ciertamente negativo.
Será en el siglo XXI, en el marco de la Cultura-Mundo, cuando a la producción económica ya no es vista como una respuesta a la escasez de productos sino con su exceso, es decir, no se produce para corregir la escasez de cosas sino para generar el exceso de ellas, y para ese fin se vuelve necesario que las cosas se “destruyan” para poder alimentar el circuito productivo. El consumo es la única solución para controlar con eficacia el crecimiento productivo del exceso, ya que de no ser por la vía del consumo el exceso de producción quebraría el sistema; y es a partir de este cambio donde el consumo deja de considerarse un valor negativo y adquiere una consideración positiva.
Aparece entonces en escena una nueva ética del consumo, relacionada con el tiempo presente, el aquí y ahora, la expresión, el hedonismo, la belleza corporal, el cultivo del estilo. No es un consumo dictado por las necesidades fijas sino adherido a nuevas imágenes y signos, no hay una actitud utilitaria en este nuevo consumo sino una afirmación de un estilo de vida que expresa la propia individualidad.
Aquella idea de consumo vinculada al exceso era propia de las tradiciones populares de las ferias y carnavales de la edad media, en los que se habilitaba temporalmente la excitación y el descontrol de las emociones y los placeres corporales, espacios fronterizos entre lo prohibido y lo fantástico. Pero las ferias y carnavales eran momentos seleccionados de desorden en un mundo de orden.
Esta misma lógica del consumo como exceso se trasladó en tiempos del industrialismo a ciertos sectores de la ciudad (barrios bajos y grandes tiendas) y esencialmente al tiempo restringido de las vacaciones y el ocio. Espacios de desorden ordenado.
En nuestra Cultura-Mundo la existencia de límites controlados de desorden dedicados al consumo se ha disuelto y hoy todo es consumo, todo es consumible, arte y vida cotidiana se han vuelto la misma cosa, las mercancías cotidianas son formas de arte llamada diseño. Vivimos a tiempo completo en el exceso y el desorden adminstrado. Una sociedad de consumidores dentro de una cultura de consumo.
El siglo XXI permite manejar el control y el descontrol al mismo tiempo, requiere de ejercer ambas posibilidades. Ejemplo de ello es una publicidad de la década de 1980 de una casa de moda francesa. En ella se ve una fotografía de una mujer de clase alta con un vestido de alta costura y un texto que subraya la conveniencia de usar lo correcto en el momento correcto. La segunda fotografía del anuncio muestra a esa misma mujer pero vistiendo una chalina palestina y el texto subraya la tendencia a la libertad y a modificar las estructuras. En la cultura posmoderna se pide que una persona pueda hacer ambas cosas: el orden y el desorden que propone el consumo.
Sintetizando, podemos observar tres visiones históricas sobre la cultura de consumo que se traducen en tres paradigmas:
a) Una visión mercantil que indica que la cultura de consumo se genera por la expansión de la producción capitalista que produce bienes que requieren del consumo. Privilegia la idea de la cantidad y del valor de cambio por sobre la idea de las cualidades culturales de los bienes. Da origen al Paradigma Mercantil.
b) Una visión sociológica que indica que acceder a los bienes es marcar una posición social que nos vincule y diferencie con las otras escalas sociales. Paradigma de la Distinción.
c) Una visión individualizante que relaciona al consumo con la vivencia de placeres emocionales y estéticos de carácter personal. Paradigma de la Individualización.
Actualmente es esta tercera opción la que representa con mayor claridad el comportamiento de nuestra sociedad del siglo XXI rompiendo con la idea de que el consumo está revestido de valores negativos, por el contrario vinculando el consumo con el placer y la satisfacción emocional.



El término “cultura de consumo” subraya el hecho de que el mundo de los bienes nos permite comprender la sociedad contemporánea, a partir no solo de la dimensión productiva de la economía sino esencialmente de su dimensión cultural, a partir de la simbología que adquieren bienes y servicios, no solo por su utilidad sino como “comunicadores” de significados. Es decir: los bienes que consumimos tienen un significado concreto más allá del objeto en sí mismo. Por ejemplo, alguien que compra un lujoso auto alemán, no sólo compra una máquina para trasladarse de un lugar a otro, sino que usar ese auto y no otro de menor valor significa tener cierto status social, permite mostrarse poderoso económicamente, etc.
Ya se ha abandonado la idea de ver a los bienes meramente como elementos útiles que tienen un valor de uso y un valor de cambio, hoy se los considera un signo de identidad.
La economía capitalista se ha manejado respecto a los bienes desde el siglo XIX con dos conceptos enunciados por Carlos Marx, el “valor de cambio” y el “valor de uso”. Marx sostenía que natural y originalmente la mercancía tiene un valor de uso, funcional, es decir el valor que la cosa tiene está en relación al uso que se le va a dar a partir de las necesidades naturales de quien la consume. Por ejemplo, una pala tiene para un jardinero un valor de uso superior al de un libro.
El capitalismo industrial transforma luego ese valor de uso en valor de cambio, es decir, le asigna a la mercancía un valor adicional que consiste en el trabajo socialmente necesario para producir el bien. Por ejemplo, ¿cuánto trabajo es necesario para producir una pala o un libro? A partir de ello puede analizarse si el valor de cambio de una pala es superior o inferior al de un libro.
Mientras que las necesidades naturales que originan el valor de uso no permiten establecer equivalencias según los diversos bienes (una pala y un libro no tienen equivalencias entre sí) y por lo tanto no pueden compararse dos necesidades, ya que ambas son igual de valiosas según el caso; sí pueden compararse las cantidades de trabajo (socialmente necesario) que tienen las diversas mercancías, lo que se considera valor de cambio.
Allí sí existen equivalencias para analizar el valor de una pala y de un libro ya que en ambos casos lo que se mide es el trabajo que ha sido necesario para la fabricación de cada uno de esos bienes. Pero lo que ocurre es que hoy ya no se intercambian mercancías por su valor de uso ni por su valor de cambio, sino que se lo hace por su “valor signo”.
El valor signo es lo que significa esa cosa para quien la compra, que no tiene relación con su utilidad material ni con su costo sino con la posibilidad de los bienes de ser comunicadores de un significado, de satisfacer a una motivación, una emoción, una vivencia, una sensación, un gusto, una identidad. Se pasa entonces de una visión materialista a una visión cultural del consumo. La gente ya no consume bienes por sus características materiales sino por los significados que cada consumidor extrae de la posesión de la mercancía, así es como la cultura ingresa de lleno a la economía.
El consumo debe entenderse como consumo de signos ya que solo en contadas ocasiones consumir es una transacción económica racional puramente calculada en busca de la utilidad de un bien, en la mayor parte de los casos se trata de una actividad esencialmente cultural, de una experiencia placentera. La cultura es el elemento central del consumo, ninguna sociedad ha estado tan saturada de signos y de imágenes como nuestra cultura contemporánea, y en este escenario los medios son los grandes responsables generando tal cantidad de signos e imágenes que han logrado confundir el límite entre lo real y lo imaginario, creando una cobertura estética de la realidad.

  1.      ¿Cuál era la idea que existía en el siglo XX sobre el concepto “consumir”?
  2.        ¿Cuál es la nueva perspectiva con la que se aprecia el concepto “consumo” en nuestra Cultura-Mundo?
  3.        Menciona y explicá los tres paradigmas existentes sobre la Cultura de Consumo.
  4.        Explica qué quiere decir “Hedonismo” y qué influencia tiene este factor hedonista propio de los habitantes de la Cultura-Mundo en el fenómeno del consumo.
  5.        Desarrolla con tus palabras en qué consiste el Valor de Uso, el Valor de Cambio y el valor Signo
  6.        Explica con tus palabras cómo se expresa actualmente en nuestra forma de consumir el Valor Signo.
  7.        Indica alguna experiencia personal sobre tus propios consumos, o los de tu familia, relacionados con el Valor Signo.
  8.        ¿Sólo consumen los sectores sociales de mayor poder adquisitivo? Justifica tu respuesta.

  
  
CULTURA DE CONSUMO – Parte II
Debemos entender el concepto de estética como lo entendían los griegos marcado por lo emocional, lo perceptible y sensible. Es decir, estética, como todo aquello que nos estimula nuestra experiencia sensible, que podemos percibir.
La estetización de la realidad pone en primer plano la importancia del estilo con su permanente búsqueda de nuevas modas, sensaciones y experiencias, de tal manera que las publicidades dejan de contener información sobre los productos y ceden lugar a la exposición de imágenes sobre estilos de vida relacionados con esos productos.
Para vender una máquina fotográfica no se explican sus prestaciones sino que se muestra el marco cultural y emocional en el que se puede hacer uso de esa cámara de fotos. Y no solo sucede esto con los bienes sino también con las experiencias que se convierten en mercancías como los espectáculos deportivos, el turismo, los juegos, las comidas, etc. En los bienes de consumo habituales y cotidianos se vuelve cada vez más difícil de descifrar cual es su “utilidad” original para la cual estuvieron creados.
Es posible hablar de un cálculo hedonista que ejerce el consumidor, un cálculo basado en el placer, una economía emocional. Los consumidores no adoptan un estilo de vida por tradición o por hábito, sino que hacen del estilo de vida un proyecto personal, el consumidor no solo “habla” por su vestimenta, sino también por su casa, a través de su mobiliario, de su automóvil, de sus actividades de ocio, etc. Hombres y mujeres de esta nueva cultura dispuestos a explorar opciones de vida concientes de que solo hay una vida para ser disfrutada, gozada y expresada.
Ya vemos entonces que no estamos frente a lo que era un discurso habitual de una gris y conformista cultura de consumo que uniforma a los individuos en base a las indicaciones de la publicidad, sino que vivimos una cultura compleja y problemática basada en el uso y el significado de los bienes de consumo.
El capitalismo del siglo XXI ha puesto al estilo de vida en primer plano, donde la producción de diferentes estilos de vida en el espacio social hace que diversos grupos o sectores sociales compitan por imponer sus propios gustos como los gustos dominantes y legítimos de la sociedad.
Estamos frente a modos de consumo que no incluyen solo consideraciones económicas o instrumentales, por ejemplo comprar una botella de vino oporto añejo puede representar prestigio y una sensación de exclusividad que haga que nunca se la consuma realmente (que nunca se la abra y se la beba) pero que se la consuma simbólicamente (contemplándola, tocándola, exhibiéndola) generando honda satisfacción su mera posesión. Aquí radica el aspecto simbólico de las mercancías, no solo simbolismo del diseño sino simbolismo de un estilo de vida.
Ya no responde a la realidad la visión esquemática de que las clases altas consumen autos importados, segundas casas, tenis, deportes acuáticos y arte; las clases medias educación, turismo y automóviles y las clases bajas fútbol, música popular y vino tinto.
El espacio social del consumo se ha vuelto muy complejo y estos aspectos se interpenetran al punto que los consumos de unos emulan a los del otro sector tanto de abajo hacia arriba como de arriba hacia abajo. Intentar relevar los consumos solo por franjas de ingresos no constituye en la actualidad una metodología acertada. En la actual cultura de consumo las distinciones y jerarquías tradicionales se derrumban.
La cultura de consumo puede ser vista entonces como una parte más del proceso de democratización de las sociedades, ya que por primera vez los menos poderosos son capaces de emular a los más poderosos (dentro de las limitaciones materiales) en sus prácticas culturales y en sus consumos.
Estamos frente a una doble tendencia: por un lado la emulación y la imitación entre los diversos sectores sociales, y por otro la diferenciación y la individualización personal dentro de cada grupo; ambos movimientos formando parte de la dinámica del consumo, entendido como la adhesión a un grupo social determinado y la diferenciación respecto a los demás miembros de ese mismo grupo.
  1.        ¿Qué se entiende por “estética” y a qué llama el texto “estetización de la realidad”?
  2.        ¿Cómo adoptan, los consumidores, un “estilo de vida”?
  3.        ¿De qué modo el capitalismo del siglo XXI ha puesto al estilo de vida en primer plano?
  4.        ¿Cómo explicarías el concepto de “simbolismo de la mercancía”?
  5.        En el texto se afirma que los consumos de una clase social se interpenetran con los consumos de las otras. ¿Qué significa eso? ¿Qué ejemplo podés aportar?
  6.        ¿Por qué motivos la cultura del consumo es un aspecto más de la democratización de las sociedades?
  7.        ¿Cuál es la doble tendencia actual del consumo?

  
 Del consumidor al ciudadano Dijimos que en el lenguaje vulgar consumo se equipara a gasto inútil y compulsión irracional. Y esta descalificación del acto de consumir se suele asociar a ideas tales como la supuesta omnipotencia de los medios de comunicación a la hora de incitar a las masas pasivas a consumir. Por eso es necesario observar el consumo como un fenómeno complejo y que en ese fenómeno la relación existente entre medios y consumidores no es tan simple como suponía la vieja idea de la dominación vertical del primero sobre los segundos.
Entre audiencias y medios existen a su vez mediaciones, factores intermedios como familia, barrio, educación, amigos, grupos de trabajo que intervienen a la hora de procesar los mensajes, en la posibilidad de colaborar en su comprensión, aceptando, rechazando o negociando el sentido de esos mensajes. Debemos partir de la base de que el consumo requiere una visión multidisciplinar, no alcanza con la mirada reduccionista de la economía, deben participar sociólogos, psicólogos, antropólogos, comunicadores, etc. Lo primero entonces es definir el concepto: “el consumo es un conjunto de procesos socioculturales en que se realizan la apropiación y los usos de los productos”.
Esta definición nos dice que consumir no es un mero acto motivado por el gusto o el antojo irreflexivo, sino que es un proceso de carácter social y que está motivado por la propia cultura de la que la persona forma parte, un proceso que no termina en la compra del bien o del servicio sino que se extiende a su uso. El consumo no es entonces un acto irracional, sino una conducta compuesta de una múltiple cantidad de racionalidades.
Se puede observar el consumo desde su racionalidad económica. El consumo aquí sería el momento culminante del proceso de producción, donde se realiza la toma de beneficios y se reproduce la fuerza de trabajo. Desde este enfoque no son los gustos los que generan el consumo sino que son los grandes poderes de la gestión económica del mercado los que mediante una estrategia determinada promoverán ciertos bienes y no otros, e inducirán al consumo de ciertos servicios y no otros, buscando el mejor funcionamiento del sistema productivo.
Otra perspectiva es la racionalidad sociopolítica. Cuando se observa la proliferación de modelos y de marcas observamos que interviene en el proceso de consumir las reglas de la distinción de los grupos, la innovación y la moda. Así podemos tomar la visión de Manuel Castells, que dice que “el consumo es un sitio donde los conflictos entre clases, originados por la desigual participación en la estructura productiva, se continúan a propósito de la distribución y apropiación de los bienes”. Todavía se puede escuchar quienes se escandalizan si un pobre se compra un par de zapatillas de marca, contrata un servicio turístico, o coloca televisión satelital en su casa. Una tercera perspectiva es la racionalidad simbólica. Dijimos que se puede observar en el consumo un espacio de diferenciación y distinción entre clases, pero este objetivo diferenciador no se afirma tanto en el costo del bien o del servicio como en los aspectos simbólicos o estéticos. Hay una construcción de signos de status ya que buena parte de las relaciones sociales se construyen más que en la lucha económica por los medios de producción o la búsqueda de satisfacer necesidades materiales, en la lucha por apropiarse de los medios de diferenciación simbólica. Esto se ve claramente en la coincidencia que existe en los consumos de los miembros de una clase o de una fracción de clase, qué comen, qué leen, cómo se visten, dónde vacacionan. En general, como vemos, suele abordarse el fenómeno del consumo como un factor de distinción, una nueva computadora o un nuevo modelo de auto distingue a sus escasos poseedores del resto; pero así como un consumo sirve para diferenciarse sirve también para identificarse, y esta es la última perspectiva de análisis, la racionalidad integrativa de la sociedad. Vivimos en un mundo donde lo sólido se ha evaporado y la única certeza es la imprevisibilidad de las cosas, lo cambiante, la obsolescencia acelerada. En este escenario incierto consumir vuelve más inteligible el mundo, lo vuelve más comprensible, le saca complejidad, al decir de Douglas e Isherwood, “el consumo sirve para pensar”. El consumo no es algo privado y pasivo sino esencialmente social y activo, y por lo tanto nos permite observar el ordenamiento político de una sociedad, cuáles son los consumos de los sectores dominantes y como se administran las tensiones entre los diferentes sectores de la sociedad. Cada vez nos alejamos más de los tiempos en que las identidades de la gente se definían por cuestiones como el suelo o la sangre.
En los tiempos de la modernidad y el sistema industrialista los estados nacionales marcaban a fuego la identidad de las personas, y sus espacios territoriales eran el lugar donde las formas de vida, la cultura, adoptaba sus particularidades. Se comía como español, como argentino o como sueco, y eso era marca de identidad a partir de la coincidencia en la producción y consumo de bienes de parte de los habitantes de un mismo país, ya que los productos nacionales estaban a mano y eran más baratos que los importados, y consumir lo propio tenía un valor simbólico de afirmar la propia identidad, solo se compraban productos extranjeros en busca de prestigio o de calidad. Pero hoy cuando adquirimos una computadora armada en Argentina, bajo licencia japonesa, con sistemas operativos norteamericanos, memorias brasileñas y procesadores chinos podemos preguntarnos “qué es lo nuestro”. Lo mismo pasa cuando encendemos el televisor fabricado en argentina para ver una película británica, con actores norteamericanos, guionista indio, filmada en México y con técnicos latinoamericanos. Hoy los embotellamientos de tránsito se dan en parecidas autopistas en todo el mundo, los paros del transporte aéreo se producen en aeropuertos similares, los encuentros entre jóvenes se producen en las mismas casas de comida rápida, escuchando la misma música, vistiendo las mismas ropas que en cualquier otra parte del mundo, la cultura aparece como un rompecabezas ensamblado de múltiples nacionalidades. Lo que se produce hoy en todo el mundo está disponible aquí al mismo tiempo que en cualquier otro mercado del planeta, lanzamientos mundiales de productos se dan regularmente. Es muy difícil saber ya lo que es propio. La globalización permite que los consumos entre países ricos y periféricos se acerquen: compramos en similares supermercados, vemos la misma película, escuchamos la misma música, vestimos la misma ropa. Las novedades son objetos de consumo. Existe una cultura-mundo en una sociedad global y existe un proceso globalizado de consumo, y por lo tanto también una comunidad global de consumidores. Pero esa globalidad que se nos muestra tan vasta e inabarcable posee códigos unificadores y de entendimiento. Esos códigos no pasan ni por la etnia, ni por la clase o la nación en la que nacimos, se definen como parte de una comunidad interpretativa de consumidores, que se relacionan con los objetos de un modo particular y en muchos casos se fragmentan en comunidades internacionales de consumidores unidos por una factor de consumo, como pueden ser los jóvenes o los televidentes. Se han creado símbolos transnacionales gestando una cultura popular global en la cual las formas y objetos del consumo constituyen un factor esencial. Sin dejar de pertenecer a su cultura nacional los consumidores populares se relacionan con un imaginario social más allá de las fronteras a través de los medios y la publicidad, se vinculan con los mismos actores y cantantes, los mismos
héroes deportivos, usan los mismos jeans, compran con la misma tarjeta, bailan los mismos estilos. Hoy las elites de los países coinciden en formas de vida, en culturas similares, afirmadas en un mismo estilo de consumo; pero del mismo modo los sectores populares de cada nación se pliegan en una cultura masiva global cuyos signos se reproducen en similares consumos. En el siglo XXI se ha producido una descomposición de las instituciones y con ello una pérdida de confianza en ellos, por ejemplo en las instituciones de la política, por lo cual otros modos de participación van ganando fuerza, y uno de los caminos para responder a las tradicionales cuestiones ciudadanas de a dónde pertenezco, cuáles son mis derechos, dónde me informo, quién me representa, ha sido el del consumo privado de bienes, muchas veces por encima de las reglas abstractas de la democracia. Cuando vemos que las campañas políticas se desarrollan en las pantallas de televisión y que en lugar de confrontarse ideas se confrontan imágenes construidas por asesores de marketing político, es coherente que nos sintamos convocados a ese encuentro como consumidores aunque se nos llame ciudadanos. Además el problema se potencia porque hoy ya no basta con desear poseer algo, sino tener la plena certeza de que ese algo se volverá rápidamente obsoleto y deberé cambiarlo. Del mismo modo que estamos dentro de un mercado dinámico de renovación permanente, la política se pliega a esta forma de vida instantánea y efímera y aquellas viejas ideas sostenidas en el tiempo por grandes relatos ideológicos que prometían el futuro, se transforman en decisiones políticas del momento, inmediatas, siguiendo las encuestas de opinión, al estilo de la seducción inmediatista del consumo. Por eso es necesario comenzar a dejar de lado las viejas teorías que ven en el consumo una manifestación irracional (y en la política una manifestación racional). Dejar de lado la idea de que el consumo es el lugar de lo inútil, del lujo, lo suntuario, lo superfluo. El consumo hoy debe ser visto no como una mera manifestación económica de la persona, sino desde el costado sociológico, psicológico y por lo tanto cultural. Los públicos, como sostiene el argentino Carlos García Canclini, son consumidores y ciudadanos, y también audiencias y perfiles para el consumo. Pasan horas frente a la televisión o la computadora, juegan videojuegos, van al cine, miran DVDs, leen diarios y revistas, frecuentan supermercados y shoppings. El mexicano Guillermo Orozco Gomez acuña el concepto de “televidenciar”, que consiste en ver, escuchar, percibir, sentir, gustar, pensar, comparar, evaluar, guardar, retraer, imaginar e interactuar con la televisión; rompiendo de esta manera la idea de que los consumidores son seres pasivos.
El francés Dominique Wolton entiende a los consumidores como seres en los que toda su historia personal y sus valores intervienen en la percepción y el análisis de las imágenes. Y como ser ciudadano no tiene que ver solo con haber nacido en un país y votar, sino también con las prácticas sociales y culturales que dan sentido de pertenencia a las personas. Ser ciudadano no es solo tener derechos y deberes reconocidos por el aparato estatal, sino también reflejarse en las prácticas culturales y sociales. Cuando como sucede en el siglo XXI, la institución Estado pierde solidez y eficacia en nuestras sociedades, ese espacio vacío es ganado por algo, ese algo es el mercado ; y la vieja identidad única que nos otorgaba aquel estado monolítico de los tiempos del industrialismo ha dejado paso a múltiples identidades, múltiples formas de ciudadanía: ciudadanía cultural, ciudadanía racial, ciudadanía de género, ciudadanía juvenil, entre otras, y el mercado se ocupa de ofrecerse como espacio en el cual convergen estas múltiples ciudadanías que participan a través del consumo. En este cambio de perspectivas tienen mucho que ver los medios tecnológicos de comunicación que, entre otras cosas, permitieron a las masas irrumpir en el espacio ciudadano en el siglo XX, formar parte del conjunto, para luego aplicarse a la tarea de guiar a esas mismas masas hacia el espacio del consumo. Por esa razón las mayorías van adquiriendo en esta nueva forma de ciudadanía la categoría de cliente. En nuestro tiempo el derecho al consumo se ha convertido en un motor de ciudadanía, desplazando al trabajo asalariado que en el siglo pasado se convertía en el gran generador de derechos.15 Por eso se vuelve imprescindible volver a analizar qué cosa es consumir, preguntarnos si acaso al consumir no estamos haciendo algo que sustenta, alimenta y constituye un nuevo modo de ser ciudadanos en un nuevo espacio de lo público, donde hay tantas variantes de productos y modelos en el mercado, como variedades de ideas y pensamientos hay en el espacio de las opiniones ciudadanas. Vivimos durante dos siglos en identidades territoriales y monolingües, subordinadas a un espacio definido llamado nación, opuesto al de otras naciones, diferente, y aún en espacios de plurilingüismo como en América Latina se impuso la lengua del poder, el español, En cambio las identidades posmodernas son abiertas, transterritoriales y multilingüísticas, estructuradas menos desde la perspectiva de los estados que de la de los mercados y operan esencialmente a través de la producción industrial de cultura a nivel global a través de los medios tecnológicos masivos. Se desvanece la identidad concebida como expresión de un ser colectivo, y en su lugar se desarrollan múltiples forma de pertenencia cuyas redes se entrelazan a través del consumo. Ya no se presentan diferencias en torno a lo propio y lo importado o entre lo moderno y lo clásico, solo
se adhiere a unos u otros como representación simbólica de la pertenencia a un subsistema cultural particular. El consumo debe todavía ascender un escalón más en su capacidad reflexiva, y eso sucederá cuando se produzcan estos requisitos: · Una vasta y diversificada oferta de productos y mensajes, de acceso fácil y equitativo para las mayorías · Información confiable acerca de la calidad de los productos, con efectivo control ejercido por los consumidores. · Participación democrática de los diferentes sectores en las decisiones de orden jurídico y políticos, como ser la habilitación sanitaria de los productos, concesiones, licencias, etc. Estas acciones políticas vuelven a convertir a los consumidores en ciudadanos e implican concebir al mercado no como un simple espacio de transacciones comerciales sino como terreno de interacciones sociales complejas. El reduccionismo económico del fenómeno del consumo llegó a suponer que las mercancías eran elementos autónomos y que su dinamismo obedecía a reglas inexorables del mercado en base a la oferta y la demanda. Pero como vemos las funciones que cumplen los bienes en las sociedades van más allá de la mera función mercantil, que es una de ellas pero no la única. Los hombres y mujeres intrercambiamos bienes para satisfacer nuestras necesidades culturales, para integrarnos con otros o distinguirnos de ellos, para satisfacer deseos y pensar sobre nuestra posición en la sociedad, para cumplir ritos. Podemos quedarnos solamente con la idea reduccionista de que los consumidores solo cumplen un rol dentro de un mercado de intercambio comercial; o bien superar ese concepto , aceptar su complejidad, y establecernos como ciudadanos reflexivos dentro de una sociedad de consumidores, porque de este modo, vinculando consumo con ciudadanía, estaremos reubicando al mercado dentro de la sociedad, sacándolo del espacio omnipresente en que quedó colocado y volver a llevar la discusión al espacio de lo público y al interés de todos.

CULTURA de CONSUMO: Definiciones y Valor Signo A partir de la lectura del capítulo de la bibliografía de la cátedra CULTURA DE CONSUMO, en su primera parte, y utilizando su propia palabra, responda a la siguiente grilla de preguntas. 

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